En Intruso número _11 está dedicado, más que a la obra de Cristina Iglesias, a la experiencia que viví visitando la exposición que tiene actualmente en el Museo Reina Sofía y que se puede visitar hasta el 13 de Mayo.
El MNCARS está lejos de ser mi museo favorito, sin embargo, me alegro de haberlo visitado en la que será mi última visita a Madrid por mucho tiempo. No sé nada de Cristina Iglesias, ni sus motivos ni su planteamiento artístico. Me encanta enfrentarme así a la obra de un artista. Es como ir en crudo, desnudo, preparado para que las imágenes y obras que veas te impacten directamente sin pasar por otro filtro que tus propias experiencias y referencias personales.
De las fuentes o pozos hipnotizaban deliciosamente, éste que se abría directamente en el suelo me pareció sublime. Por el color, por la increíble reproducción técnica de la vegetación pantanosa, por el sonido del agua.
Las celosías, dispuestas en el espacio formando laberintos. Transformando la luz en sombras imposibles de calcular mediante geometría modular. Me gustan estas obras en las que importa tanto su forma como su proyección en el suelo o las paredes mediante la iluminación. Es como un maravilloso 2×1. Además, su disposición permite que aunque estés haciendo el recorrido con otros visitantes, estos se mantengan totalmente ajenos a tu experiencia, ya que las paredes de la misma obra te protegen de su presencia convirtiendo el espacio en TUYO.
Obras que puedes recorrer en toda su dimensión: gracias, Arte Contemporáneo. Ninguna experiencia artística puede igualarse a estar DENTRO, a formar parte de la misma obra que estas viendo. Es el caso de este pasillo amarillo.
El color, la textura del vidrio y el metal. Un cambio en el sonido general de la sala. La sensación de que en cualquier momento aparecerá un vigilante de la sala y te echará de ahí a patadas por estar donde se supone que no debes estar.
Finalmente, y donde terminé de jugármela como espectadora demasiado participativa, me enfrenté a esta obra. Para hacerlo no puede evitar tumbarme directamente en el suelo y sentir todo el peso de la gigantesca placa que sostenían sobre mí los delgados cables metálicos desde el techo. La sensación fue opresora. Mucho. De tal modo que sólo duré allí debajo cerca de un minuto. El miedo a que se derrumbara sobre mí fue más fuerte que yo. Un miedo enorme. A pesar de saber que nada puede ocurrir, supongo que, para mí, fue como montar en una montaña rusa y lanzarte hacia el temor de ser aplastado. Magnífico.
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