Pintar, como escribir, dibujar, hacer música o cualquier otra disciplina, sobretodo artística, es profundamente onanista. Es decir, que el artista lo hace para mayor gloria de su ego, por decirlo finamente. Así se ha construido lenta y felizmente la posición del creador (no confundir con el Creador) a través de los siglos, desde aquellos que pintaban por obligación para un Señor.
El arte desligado del mensaje o del patrón que lo paga ha supuesto un camino largo, interesante de comentar en otro post. El Arte como tema de conversación es un terreno tremendamente fertilizado. Pero no quiero hablar de Historia si no de motivación.
Pintar, para mí, es un acto placentero. Mucho. Tanto como cualquier necesidad a nivel animal que puedan estar pensando. Tocar el color, mezclarlo, crearlo, distorsionarlo. Distribuir el peso de cada uno en la imagen, extenderlos sobre la superficie. Conocer la reacción de los materiales, la relación entre el soporte y la pintura. Es así de físico. Así se va formando la imagen que quiero ver. Ya he dicho en otras ocasiones que pintar es lo único que puedo controlar en mi vida. Los factores de riesgo que intervienen son mínimos y casi todos inertes: luz, pigmento, absorción (de la pintura por parte del soporte) y el pintor. Eso es lo que me produce tal sensación de plenitud, el hecho de que sea cual sea el resultado, será íntegramente mío. Tanto si tengo éxito como si fallo en mi objetivo. Cada cuadro es un ejercicio, es subir una montaña y llegar a la cima y poner los brazos en jarras. A veces es el Everest, a veces una colina en un vertedero.
Así es Geométrica Doméstica: formal, un estudio costante, un ejercicio necesario. Distancia entre el espectador y el lienzo. Distancia entre el artista y el espectador. Opacidad. La opacidad que oculta todos los sentimientos y emociones que me llevan a pintar ese suelo y no otro; esa composición y no otra. Qué es lo que quiero decir. De qué habla Geométrica Doméstica. ¿Podrá alguien llegar a emocionarse con una de mis piezas tanto como para asimilarla como parte de sí, como una canción, como un tatuaje?
Ese es mi objetivo cuando pinto algo concreto para una persona que amo. Cuando alguien desconocido adquiere una de misobras es un acto de amor diferente pero igual, quiero emocionar a esa persona. Hacer que ese motivo que mira sea suyo. Hacerle un retrato. Inducir al sosiego, o a la lucha, o a cualquier tipo de espiritualidad derivada. Somos Gestalt, supongo.
A veces duelen.
Este cuadro lo pinté para una persona que lo dejó abandonado, como nuestra amistad. Hace unos años de eso. Pero el cuadro seguía en el lugar equivocado. Un lugar doloroso que me recordaba cada vez la pérdida, la enfermedad, el rechazo. Me sentí realmente aliviada cuando lo ví, empaquetado, marcharse a Nueva York. De la mano de alguien que sí lo valoraba y que era totalmente ajena a cualquiera de las circunstancias que dotaron al cuadro de tristeza. Eso me hace un poquito más feliz.
Hoy mi mejor amiga de mi adolescencia ha recibido el cuadro que he pintado para ella y sólo para ella. Estoy tan contenta de que le haya gustado. Estoy feliz de que algo mío forme parte de su hogar, de su intimidad.
Quiero que mi amiga sepa que por ella me he enfrentado al color que más miedo me da pintar, que es el verde. Lo he descubierto esta semana. Nunca pinto cuadros que tengan una dominante en verde. No me gusta mezclarlo y no sé cómo funciona. Puede que incluso sea un defecto físico-ocular-mental por que encuentro la comodidad máxima en los rojos de cualquier tonalidad. Pero me enamora este suelo, que está rescatado y muy bien conservado, y se lo regalo a ella, que es luminosa y valiente. Y como ella es así, así quiero ser pintando para ella: luminosa en blanco y valiente con los verdes. Bella en los fucsias.
Así es la superemotividad en el Arte. Algo que sigo creyendo muy sobrevalorado. Pero aún así, he pensado que ella, igual que muchos otros, se habrá preguntado qué pensaba yo cuando pintaba esa pieza. Pues ya lo saben. Ella y todos.
This is my theory, belongs tome and I own it.